El valle de Lourenzá tiene forma de taza, como la de las manos cuando se juntan para acoger lo más preciado, y un clima idóneo para que la faba crezca en perfectas condiciones, como perla en el interior de una concha. Eso sí, cultivarla tiene que gustar. El trabajo diario que exige esta joya de la huerta mariñana pide mimo, y reconocimiento. 

    José Cuadrado supo darle las dos cosas. Diplomado en Ciencias Empresariales y en Ingeniería Técnica Informática, este vecino heredó de los padres su cultivo, y también el amor por el medio rural. Después de trabajar un tiempo en A Coruña, decidió volver a su comarca y hacer lo posible para impulsar su potencial. Presidente de la Indicación Geográfica Protegida que ampara la Faba de Lourenzá desde 2008, hoy es uno de los 15 productores que integran la cooperativa Terras da Mariña, que promovió en el 2014 con el objetivo de comercializar este producto con el mismo mimo que exige cuidarlo: etiquetado, en paquetes de un kilo o de medio.

    Y es que la Faba de Lourenzá tiene prácticamente carné de identidad. En la cooperativa se aseguran de que en cada paquete vayan semillas de una misma finca, para que en la cocción todas respondan del mismo modo. La artesanía produce variaciones en ciertas cosas, pero no en todas: la Faba de Lourenzá se distingue por su tamaño, blancura y suavidad, y en el plato se hace inconfundible por una textura mantecosa en la que apenas se diferencia la piel del cuerpo.

    Si hasta ahora su cultivo era complemento de las familias, restringida a los mercados de la zona, Cuadrado lucha por hacer de la faba un sustento para los productores que se animen al relevo, o lo que es lo mismo, a preparar la tierra en abril para sembrar en mayo, a guiar la planta por las estacas, a revisar cada día las malas hierbas, a cosechar, trillar, secar, congelar, envasar y rotar cada año los cultivos con grelo y nabiza. A cuidar, una por una, cada faba, como si fuesen joyas.